Yo tenía 19 años. Me gustaba vestir de mezclilla acampanada amplia y escotes redondos que llegaran ligeramente a la pequeña curva de mis pequeños senos. Siempre con el cabello suelto.
Te conocí en una reunión de balance político en una situación de emergencia, eras el principal ponente, el asesor nuestro. Con atención escuchabas a cada integrante debatir. Cuando intervine no pude no alegrarme al ver que asentías con la cabeza (y tu sonrisa) mi intervención.
Cuando al terminar la reunión me acerqué y te dije que en verdad quería discutir contigo mi postura no era una excusa, pero al hablarte me sentí tan niña y boba, tan deliciosamente boba…
Nos citamos una hora más tarde, pasaste por mí a la plaza pública, te esperaba revolucionada de contar con la compañía de alguien tan sorprendentemente visionario y vivido, tan políticamente correcto, sentada en la banqueta junto con dos amigas que platicaban conmigo (cómplices y alivio de mi nerviosismo).
No tenía plan, como ahora, que nunca tengo plan. En ese entonces ni siquiera tenía claro si te admiraba o me gustabas. No me lo pregunté.
Llegaste en tu carro, me despedí y subí contigo al platillo volador. Fuimos a un bar muy nice, pediste un whisky y yo un café. Empezamos a platicar evaluando la reunión de un par de horas antes. Te expuse mis argumentos, me mirabas atento, con la palma de la mano sosteniendo tu barbilla. Ahí descubrí la hermosa boca de granada desgajándose en lajas de cristal: tienes razón, pero mira, quizá si, probablemente, me parece importarte, no te niegues, y si te alias con…
Y ya no me interesaba mi café, me interesaba tu whisky. Te pedí un sorbo, nunca lo había probado antes… me gané una cátedra sobre él que me sirvieron para preferirlo por sobre otras bebidas.
Terminó la charla. Subimos al carro, me dedicaste una canción de Silvio tocada por tu cassettera, de aquellas con que la sangre se hace agua y a veces lagrimas contenidas en la boca del estomago.
La batiseñal musical llego tras atravesar los cables televisivos al lóbulo frontal izquierdo de mi cerebro titilando. Me invitaste a bailar y acepte sin saber que nos correrían a las cuatro y media de la mañana después de dos botellas de esa bebida de dioses que ignoran los mortales del siglo xx.
A tan alta velocidad el platillo volador se transformó en batimóvil y a las 5:15 estábamos por ver amanecer como solo suele hacerlo esta ciudad (metálica hasta la médula) cuando tomaste mis manos congeladas por la altura del cerro en que nos estacionamos con una tercer botella destapada, vaciándose también veloz.
Después de un largo y húmedo, pedante y ansioso beso subimos a la calabaza de la cenicienta, que osó estacionarse en un hotel a la orilla de la carretera.
Y ahí, tan deseada como nunca, tan amada, con mis pies desnudos coronando tu boca que ya no era de granate sino un carbón poniendo su marca sobre mi piel de niña deliciosamente ya no tan boba, ahí me encendí ante tu provocación cual una flor nocturna, vibré entera en tu abrazo de roble milenario mientras tu nombre surcaba el escaso territorio entre mis cuerdas vocales y tu oído de sagaz cazador de fantasías.
Se puede ser uno cuando los sudores se mezclan, se puede ser uno en el silencio, uno con el otro en el reflejo de las pupilas encendidas, uno sin freno, uno estallando, uno volcándose en la carretera de los cuerpos…dos de nuevo.
Y entonces fuimos dos, como dos se pueden mirar tan frescos, tan necios, tan pervertidamente saciados, tan enteros.
Era demasiado para mi experiencia de niña rebelde cosechando revolución de ideas, de seres nuevos. No había prestado atención a lo que en mi piel podía detonar tanta ternura y tanta caricia maliciosa.
Te dormiste abrazándome y tuve que tomar distancia. En la oscuridad desnuda y temblorosa caminé a la estancia de la recamara y me recosté a lo largo del frío diván. Reconstruí cada segundo paladeándolo ampliamente, reviviéndolo hasta convertirlo en la huella de mi vida…hasta de nuevo querer tus brazos, tus orejas, tus manos, tus codos, tus pies, tus nalgas, tus mejillas (que son las nalgas públicas), tu respiración entrecortada y madura, tus pupilas en mi sexo.
Y llegaste sereno a tomarme de la mano, a llevarme cual bebé perdido a tu regazo, en donde dormí profunda y tibia hasta que el sol baño de nuevo nuestros rostros.
Llegaste para no irte de aquí, llegaste a ocuparme cual país que no es capaz de resistirse. Llegaste: no vuelvas a partir.
Porque si lo haces, te llevas mis manos aun sin arrugas, mis barros en la frente, el temblor incontenible de mis piernas, mis ojos azorados devorándote y mi sexo océano envalentonado en medio de la tormenta.
Pero no mi corazón…
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