05 marzo 2007

CUENTO PARA FEBRERO


Tuve varios humores y temporadas diversas en mi vida, en la búsqueda del sentido de la vida, de mi vida y del amor.

Una de ellas fue el amor “hipie”. Mi enamorado era un artesano de esos que venden los collares, pulseras y demás bisuterías elaboradas por sus propias manos. También era escultor. Recuerdo mi escultura favorita de él, un rostro de piedra de un metro tipo prehispánico que representaba la dualidad, la vida, la muerte.


Era alto, blanco y tenía una hermosa cabellera negra azabache. Barbudo de esos orgullosos que duran frente al espejo recortándola con minuciosidad. Vestía jeans de mezclilla, camisola de franela y zapatillas de cuero tipo apache.


De mis obsesiones con él recuerdo la que tenía con relación a sus enormes manos, esas que eran capaces de pulir la noche entera hasta sentirse satisfecho por el cuarzo tallado y el cobre brillante.


Yo era una chica universitaria, una “ciudadanita” de ojos abiertos y atenta a todas las novedades. Él era una.


Quizá por eso podía entonces disfrutar sin reservas un atardecer caminando sobre la escultura de la serpiente emplumada del Centro Cultural Universitario de la UNAM y darnos besos ardientes en cada curva de su pétreo plumaje.


Caminándola mi pie pisó una roca que se arrojó demente al vacío y me llevaba cual cola de cometa con ella. Y entonces pasó XXX-hipie a un nuevo rol: se convirtió en mi héroe, aquel que rescata a la doncella de morir desnucada…


Siguiendo nuestra travesía y ya en el espacio escultórico universitario, ese cráter primigenio y volcánico de derrames endurecidos y combinado con sus astas de fatídico y exacta geometría postmoderna, la lluvia osó tomarnos por sorpresa. Un chaparrón acompañado de hielos blancos nos atacaba en pleno centro de las piedras, sin cobijo cercano, sin la gente que huyó despavorida a refugiarse y nosotros húmedos, muy húmedos.


Los besos sellan pactos y deshacen pactos. Sellábamos uno bajo el agua torrencial cuando pasó todo.


Pasó que empapados nos enfurecimos. Me quitó la blusa, le quite su franela. Seguía lloviendo. Sigilosa y discreta volteaba a mirar si había testigos: “ninguno a la vista capitán”.


Ahí agradecí a mi héroe que estaba agradecido de tenerme desnuda y joven, ávida y rebelde entre sus piernas de gigante mítico. Acostados en las piedras, con el cielo cayéndose a pedazos, su barba entre mis senos palpitantes mientras mis manos se ataron a su cabellera desmayada, me dijo:

- quien podría salvarme de ti, princesa…

- sólo yo, y no quiero…


Regresó el atardecer, el cielo se despejaba. Caminábamos ya vestidos con la sensación de haber nadado en una alberca templada hacia la salida cuando vi atónita dejar sus escondrijos a los silenciosos y anónimos testigos.


Los colores no son subjetivas percepciones como dicen algunos. Me consta. Hicieron una huelga en mi rostro. Fingir que no pasa nada, acelerar el paso, mirar sin mirar, sentir sin sentir, caminar sin caminar…


El amor XXX hipie- heroico se me perdió en la estación del metro Viveros un martes a las nueve de la mañana. Y la verdad? Entonces ya no era tan heroico, ni tan XXX, ya sólo era de nuevo hipie.


Qué hacer? Ni modos, era cuestión de sobrevivencia, o “Josie Bliss” (su novia) cumpliría su promesa de acuchillarme entera hasta que mi sangre la bebieran las cucarachas que habitan las espeluznantes cloacas del Zócalo.


Abordé un vagón y me llevó a un nuevo valle: me fui a conquistar la plancha más grande de la Ciudad de México y ahora soy la Emperatriz Cucaracha III, lástima que él sólo vende en Coyoacán…


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